Viena, setiembre de 1932
Estimado profesor Einstein:
Cuando me enteré de que usted se proponía invitarme a un
intercambio de ideas sobre un tema que le interesaba y que le parecía digno del
interés de los demás, lo acepté de buen grado. Esperaba que escogería un
problema situado en la frontera de lo cognoscible hoy, y hacia el cual cada uno
de nosotros, el físico y el psicólogo, pudieran abrirse una particular vía de
acceso, de suerte que se encontraran en el mismo suelo viniendo de distintos
lados. Luego me sorprendió usted con el problema planteado: qué puede hacerse
para defender a los hombres de los estragos de la guerra. Primero me aterré
bajo la impresión de mí -a punto estuve de decir «nuestra»- incompetencia, pues
me pareció una tarea práctica que es resorte de los estadistas. Pero después
comprendí que usted no me planteaba ese problema como investigador de la
naturaleza y físico, sino como un filántropo que respondía a las sugerencias de
la Liga de las Naciones en una acción semejante a la de Fridtjof Nansen, el
explorador del Polo, cuando asumió la tarea de prestar auxilio a los
hambrientos y a las víctimas sin techo de la Guerra Mundial. Recapacité
entonces, advirtiendo que no se me invitaba a ofrecer propuestas prácticas,
sino sólo a indicar el aspecto que cobra el problema de la prevención de las guerras
para un abordaje psicológico.
Pero también sobre esto lo ha dicho usted casi todo en su
carta. Me ha ganado el rumbo de barlovento, por así decir, pero de buena gana
navegaré siguiendo su estela y me limitaré a corroborar todo cuanto usted
expresa, procurando exponerlo más ampliamente según mi mejor saber -o
conjeturar-.
Comienza usted con el nexo entre derecho y poder. Es
ciertamente el punto de partida correcto para nuestra indagación. ¿Estoy
autorizado a sustituir la palabra «poder» por «violencia» {«Gewalt»}, más dura
y estridente? Derecho y violencia son hoy opuestos para nosotros. Es fácil
mostrar que uno se desarrolló desde la otra, y si nos remontamos a los orígenes
y pesquisamos cómo ocurrió eso la primera vez, la solución nos cae sin trabajo
en las manos. Pero discúlpeme sí en lo que sigue cuento, como si fueran algo
nuevo, cosas que todos saben y admiten; es la trabazón argumental la que me
fuerza a ello.
Pues bien; los conflictos de intereses entre los hombres se
zanjan en principio mediante la violencia. Así es en todo el reino animal, del
que el hombre no debiera excluirse; en su caso se suman todavía conflictos de
opiniones, que alcanzan hasta el máximo grado de la abstracción y parecen
requerir de otra técnica para resolverse. Pero esa es una complicación tardía.
Al comienzo, en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la
que decidía a quién pertenecía algo o de quién debía hacerse la voluntad. La
fuerza muscular se vio pronto aumentada y sustituida por el uso de instrumentos:
vence quien tiene las mejores armas o las emplea con más destreza. Al
introducirse las armas, ya la superioridad mental empieza a ocupar el lugar de
la fuerza muscular bruta; el propósito último de la lucha sigue siendo el
mismo: una de las partes, por el daño que reciba o por la paralización de sus
fuerzas, será constreñida a deponer su reclamo o su antagonismo. Ello se
conseguirá de la manera más radical cuando la violencia elimine duraderamente
al contrincante, o sea, cuando lo mate. Esto
tiene la doble ventaja de impedir que reinicie otra vez su
oposición y de que su destino hará que otros se arredren de seguir su ejemplo.
Además, la muerte del enemigo satisface una inclinación pulsional que habremos
de mencionar más adelante. Es posible que este propósito de matar se vea
contrariado por la consideración de que puede utilizarse al enemigo en
servicios provechosos si, amedrentado, se lo deja con vida. Entonces la
violencia se contentará con someterlo en vez de matarlo. Es el comienzo del
respeto por la vida del enemigo, pero el triunfador tiene que contar en lo
sucesivo con el acechante afán de venganza del vencido y así resignar una parte
de su propia seguridad.
He ahí, pues, el estado originario, el imperio del poder más
grande, de la violencia bruta o apoyada en el intelecto. Sabemos que este
régimen se modificó en el curso del desarrollo, cierto camino llevó de la
violencia al derecho. ¿Pero cuál camino? Uno solo, yo creo. Pasó a través del
hecho de que la mayor fortaleza de uno podía ser compensada por la unión de
varios débiles. «L'union fait la force». La violencia es quebrantada por la
unión, y ahora el poder de estos unidos constituye el derecho en oposición a la
violencia del único. Vemos que el derecho es el poder de una comunidad. Sigue
siendo una violencia pronta a dirigirse contra cualquier individuo que le haga
frente; trabaja con los mismos medios, persigue los mismos fines; la diferencia
sólo reside, real y efectivamente, en que ya no es la violencia de un individuo
la que se impone, sino la de la comunidad. Ahora bien, para que se consume ese
paso de la violencia al nuevo derecho es preciso que se cumpla una condición
psicológica. La unión de los muchos tiene que ser permanente, duradera. Nada se
habría conseguido si se formara sólo a fin de combatir a un hiperpoderoso y se
dispersara tras su doblegamiento. El próximo que se creyera más potente
aspiraría de nuevo a un imperio violento y el juego se repetiría sin término.
La comunidad debe ser conservada de manera permanente, debe organizarse,
promulgar ordenanzas, prevenir las sublevaciones temidas, estatuir órganos que
velen por la observancia de aquellas -de las leyes- y tengan a su cargo la
ejecución de los actos de violencia acordes al derecho. En la admisión de tal
comunidad de intereses se establecen entre los miembros de un grupo de hombres
unidos ciertas ligazones de sentimiento, ciertos sentimientos comunitarios en
que estriba su genuina fortaleza.
Opino que con ello ya está dado todo lo esencial: el
doblegamiento de la violencia mediante el recurso de trasferir el poder a una
unidad mayor que se mantiene cohesionada por ligazones de sentimiento entre sus
miembros. Todo lo demás son aplicaciones de detalle y repeticiones. Las
circunstancias son simples mientras la comunidad se compone sólo de un número
de individuos de igual potencia. Las leyes de esa asociación determinan
entonces la medida en que el individuo debe renunciar a la libertad personal de
aplicar su fuerza como violencia, a fin de que sea posible una convivencia segura.
Pero semejante estado de reposo {Ruhezustand} es concebible sólo en la teoría;
en la realidad, la situación se complica por el hecho de que la comunidad
incluye desde el comienzo elementos de poder desigual, varones y mujeres,
padres e hijos, y pronto, a consecuencia de la guerra y el sometimiento,
vencedores y vencidos, que se trasforman en amos y esclavos. Entonces el
derecho de la comunidad se convierte en la expresión de las desiguales
relaciones de poder que imperan en su seno; las leyes son hechas por los
dominadores y para ellos, y son escasos los derechos concedidos a los
sometidos. A partir de allí hay en la comunidad dos fuentes de movimiento en el
derecho {Rechtsunruhe}, pero también de su desarrollo. En primer lugar, los
intentos de ciertos individuos entre los dominadores para elevarse por encima
de todas las limitaciones vigentes, vale decir, para retrogradar del imperio
del derecho al de la violencia; y en segundo lugar, los continuos empeños de
los oprimidos para procurarse más poder y ver reconocidos esos cambios en la
ley, vale decir, para avanzar, al contrario, de un derecho desparejo a la
igualdad de derecho. Esta última corriente se vuelve particularmente sustantiva
cuando en el interior de la comunidad sobrevienen en efecto desplazamientos en
las relaciones de poder, como puede suceder a consecuencia de variados factores
históricos. El derecho puede entonces adecuarse poco a poco a las nuevas
relaciones de poder, o, lo que es más frecuente, si la clase dominante no está
dispuesta a dar razón de ese cambio, se llega a la sublevación, la guerra
civil, esto es, a una cancelación temporaria del derecho y a nuevas
confrontaciones de violencia tras cuyo desenlace se instituye un nuevo orden de
derecho. Además, hay otra fuente de cambio del derecho, que sólo se exterioriza
de manera pacífica: es la modificación cultural de los miembros de la
comunidad; pero pertenece a un contexto que sólo más tarde podrá tomarse en
cuenta.
Vemos, pues, que aun dentro de una unidad de derecho no fue
posible evitar la tramitación violenta de los conflictos de intereses. Pero las
relaciones de dependencia necesaria y de recíproca comunidad que derivan de la
convivencia en un mismo territorio propician una terminación rápida de tales
luchas, y bajo esas condiciones aumenta de continuo la probabilidad de
soluciones pacíficas. Sin embargo, un vistazo a la historia humana nos muestra
una serie incesante de conflictos entre un grupo social y otro o varios, entre
unidades mayores y menores, municipios, comarcas, linajes, pueblos, reinos, que
casi siempre se deciden mediante la confrontación de fuerzas en la guerra.
Tales guerras desembocan en el pillaje o en el sometimiento total, la conquista
de una de las partes. No es posible formular un juicio unitario sobre esas guerras
de conquista. Muchas, como las de los mongoles y turcos, no aportaron sino
infortunio; otras, por el contrarío, contribuyeron a la trasmudación de
violencia en derecho, pues produjeron unidades mayores dentro de las cuales
cesaba la posibilidad de emplear la violencia y un nuevo orden de derecho
zanjaba los conflictos. Así, las conquistas romanas trajeron la preciosa pax
romana para los pueblos del Mediterráneo. El gusto de los reyes franceses por
el engrandecimiento creó una Francia floreciente, pacíficamente unida. Por
paradójico que suene, habría que confesar que la guerra no sería un medio
inapropiado para establecer la anhelada paz «eterna», ya que es capaz de crear
aquellas unidades mayores dentro de las cuales una poderosa violencia central vuelve
imposible ulteriores guerras. Empero, no es idónea para ello, pues los
resultados de la conquista no suelen ser duraderos; las unidades recién creadas
vuelven a disolverse las más de las veces debido a la deficiente cohesión de la
parte unida mediante la violencia. Además, la conquista sólo ha podido crear
hasta hoy uniones parciales, si bien de mayor extensión, cuyos conflictos
suscitaron más que nunca la resolución violenta. Así, la consecuencia de todos
esos empeños guerreros sólo ha sido que la humanidad permutara numerosas
guerras pequeñas e incesantes por grandes guerras, infrecuentes, pero tanto más
devastadoras.
Aplicado esto a nuestro presente, se llega al mismo
resultado que usted obtuvo por un camino más corto. Una prevención segura de
las guerras sólo es posible si los hombres acuerdan la institución de una
violencia central encargada de entender en todos los conflictos de intereses.
Evidentemente, se reúnen aquí dos exigencias: que se cree una instancia
superior de esa índole y que se le otorgue el poder requerido. De nada valdría
una cosa sin la otra. Ahora bien, la Liga de las Naciones se concibe como esa
instancia, mas la otra condición no ha sido cumplida; ella no tiene un poder
propio y sólo puede recibirlo sí los miembros de la nueva unión, los diferentes
Estados, se lo traspasan. Por el momento parece haber pocas perspectivas de que
ello ocurra. Pero se miraría incomprensivamente la institución de la Liga de
las Naciones si no se supiera que estamos ante un ensayo pocas veces aventurado
en la historia de la humanidad -o nunca hecho antes en esa escala-. Es el
intento de conquistar la autoridad -es decir, el influjo obligatorio-, que de
ordinario descansa en la posesión del poder, mediante la invocación de
determinadas actitudes ideales. Hemos averiguado que son dos cosas las que
mantienen cohesionada a una comunidad: la compulsión de la violencia y las
ligazones de sentimiento -técnicamente se las llama identificaciones- entre sus
miembros. Ausente uno de esos factores, es posible que el otro mantenga en pie
a la comunidad. Desde luego, aquellas ideas sólo alcanzan predicamento cuando
expresan importantes relaciones de comunidad entre los miembros. Cabe preguntar
entonces por su fuerza. La historia enseña que de hecho han ejercido su efecto.
Por ejemplo, la idea panhelénica, la conciencia de ser mejores que los bárbaros
vecinos, que halló expresión tan vigorosa en las anfictionías, los oráculos y
las olimpíadas, tuvo fuerza bastante para morigerar las costumbres guerreras
entre los griegos, pero evidentemente no fue capaz de prevenir disputas bélicas
entre las partículas del pueblo griego y ni siquiera para impedir que una
ciudad o una liga de ciudades se aliara con el enemigo persa en detrimento de
otra ciudad rival. Tampoco el sentimiento de comunidad en el cristianismo, a
pesar de que era bastante poderoso, logró evitar que pequeñas y grandes
ciudades cristianas del Renacimiento se procuraran la ayuda del Sultán en sus
guerras recíprocas. Y por lo demás, en nuestra época no existe una idea a la
que pudiera conferirse semejante autoridad unificadora. Es harto evidente que
los ideales nacionales que hoy imperan en los pueblos los esfuerzan a una
acción contraria. Ciertas personas predicen que sólo el triunfo universal de la
mentalidad bolchevique podrá poner fin a las guerras, pero en todo caso estamos
hoy muy lejos de esa meta y quizá se lo conseguiría sólo tras unas espantosas
guerras civiles. Parece, pues, que el intento de sustituir un poder objetivo
por el poder de las ideas está hoy condenado al fracaso. Se yerra en la cuenta
si no se considera que el derecho fue en su origen violencia bruta y todavía no
puede prescindir de apoyarse en la violencia.
Ahora puedo pasar a comentar otra de sus tesis. Usted se
asombra de que resulte tan fácil entusiasmar a los hombres con la guerra y,
conjetura, algo debe de moverlos, una pulsión a odiar y aniquilar, que transija
con ese azuzamiento. También en esto debo manifestarle mi total acuerdo.
Creemos en la existencia de una pulsión de esa índole y justamente en los
últimos años nos hemos empeñado en estudiar sus exteriorizaciones. ¿Me autoriza
a exponerle, con este motivo, una parte de la doctrina de las pulsiones a que
hemos arribado en el psicoanálisis tras muchos tanteos y vacilaciones?
Suponemos que las pulsiones del ser humano son sólo de dos
clases: aquellas que quieren conservar y reunir -las llamamos eróticas,
exactamente en el sentido de Eros en El banquete de Platón, o sexuales, con una
conciente ampliación del concepto popular de sexualidad-, y otras que quieren
destruir y matar; a estas últimas las reunimos bajo el título de pulsión de
agresión o de destrucción. Como usted ve, no es sino la trasfiguración teórica
de la universalmente conocida oposición entre amor y odio; esta quizá mantenga un
nexo primordial con la polaridad entre atracción y repulsión, que desempeña un
papel en la disciplina de usted. Ahora permítame que no introduzca demasiado
rápido las valoraciones del bien y el mal. Cada una de estas pulsiones es tan
indispensable como la otra; de las acciones conjugadas y contrarias de ambas
surgen los fenómenos de la vida. Parece que nunca una pulsión perteneciente a
una de esas clases puede actuar aislada; siempre está conectada -decimos:
aleada- con cierto monto de la otra parte, que modifica su meta o en ciertas
circunstancias es condición indispensable para alcanzarla. Así, la pulsión de
autoconservación es sin duda de naturaleza erótica, pero justamente ella
necesita disponer de la agresión si es que ha de conseguir su propósito. De
igual modo, la pulsión de amor dirigida a objetos requiere un complemento de
pulsión de apoderamiento si es que ha de tomar su objeto. La dificultad de
aislar ambas variedades de pulsión en sus exteriorizaciones es lo que por tanto
tiempo nos estorbó el discernirlas.
Si usted quiere dar conmigo otro paso le diré que las
acciones humanas permiten entrever aún una complicación de otra índole.
Rarísima vez la acción es obra de una única moción pulsional, que ya en sí y
por sí debe estar compuesta de Eros y destrucción. En general confluyen para
posibilitar la acción varios motivos edificados de esa misma manera. Ya lo
sabía uno de sus colegas, un profesor Lichtenberg, quien en tiempos de nuestros
clásicos enseñaba física en Gotinga; pero acaso fue más importante como
psicólogo que como físico. Inventó la Rosa de los Motivos al decir: «Los
móviles {Bewegungsgründe} por los que uno hace algo podrían ordenarse, pues,
como los 32 rumbos de la Rosa de los Vientos, y sus nombres, formarse de modo
semejante; por ejemplo, "pan-panfama" o "fama-famapan"».
Entonces, cuando los hombres son exhortados a la guerra, puede que en ellos
responda afirmativamente a ese llamado toda una serie ¿le motivos, nobles y
vulgares, unos de los que se habla en voz alta y otros que se callan. No
tenemos ocasión de desnudarlos todos. Por cierto que entre ellos se cuenta el
placer de agredir y destruir; innumerables crueldades de la historia y de la
vida cotidiana confirman su existencia y su intensidad. El entrelazamiento de
esas aspiraciones destructivas con otras, eróticas e ideales, facilita desde
luego su satisfacción. Muchas veces, cuando nos enteramos de los hechos crueles
de la historia, tenemos la impresión de que los motivos ideales sólo sirvieron
de pretexto a las apetencias destructivas; y otras veces, por ejemplo ante las
crueldades de la Santa Inquisición, nos parece como si los motivos ideales se
hubieran esforzado hacía adelante, hasta la conciencia, aportándoles los
destructivos un refuerzo inconciente. Ambas cosas son posibles.
Tengo reparos en abusar de su interés, que se dirige a la
prevención de las guerras, no a nuestras teorías. Pero querría demorarme
todavía un instante en nuestra pulsión de destrucción, en modo alguno apreciada
en toda su significatividad. Pues bien; con algún gasto de especulación hemos
arribado a la concepción de que ella trabaja dentro de todo ser vivo y se afana
en producir su descomposición, en reconducir la vida al estado de la materia
inanimada. Merecería con toda seriedad el nombre de una pulsión de muerte,
mientras que las pulsiones eróticas representan {repräsentieren} los afanes de
la vida. La pulsión de muerte deviene pulsión de destrucción cuando es dirigida
hacia afuera, hacia los objetos, con ayuda de órganos particulares. El ser vivo
preserva su propia vida destruyendo la ajena, por así decir. Empero, una
porción de la pulsión de muerte permanece activa en el interior del ser vivo, y
hemos intentado deducir toda una serie de fenómenos normales y patológicos de
esta interiorización de la pulsión destructiva. Y hasta hemos cometido la
herejía de explicar la génesis de nuestra conciencia moral por esa vuelta de la
agresión hacia adentro. Como usted habrá de advertir, en modo alguno será
inocuo que ese proceso se consume en escala demasiado grande; ello es
directamente nocivo, en tanto que la vuelta de esas fuerzas pulsionales hacia
la destrucción en el mundo exterior aligera al ser vivo y no puede menos que
ejercer un efecto benéfico sobre él. Sirva esto como disculpa biológica de
todas las aspiraciones odiosas y peligrosas contra las que combatimos. Es
preciso admitir que están más próximas a la naturaleza que nuestra resistencia
a ellas, para la cual debemos hallar todavía una explicación. Acaso tenga usted
la impresión de que nuestras teorías constituyen una suerte de mitología, y en
tal caso ni siquiera una mitología alegre. Pero, ¿no desemboca toda ciencia
natural en una mitología de esta índole? ¿Les va a ustedes de otro modo en la
física hoy?
De lo anterior extraemos esta conclusión para nuestros fines
inmediatos: no ofrece perspectiva ninguna pretender el desarraigo de las
inclinaciones agresivas de los hombres. Dicen que en comarcas dichosas de la
Tierra, donde la naturaleza brinda con prodigalidad al hombre todo cuanto le
hace falta, existen estirpes cuya vida trascurre en la mansedumbre y desconocen
la compulsión y la agresión. Difícil me resulta creerlo, me gustaría averiguar
más acerca de esos dichosos. También los bolcheviques esperan hacer desaparecer
la agresión entre los hombres asegurándoles la satisfacción de sus necesidades
materiales y, en lo demás, estableciendo la igualdad entre los participantes de
la comunidad. Yo lo considero una ilusión, Por ahora ponen el máximo cuidado en
su armamento, y el odio a los extraños no es el menos intenso de los motivos
con que promueven la cohesión de sus seguidores., Es claro que, como usted
mismo puntualiza, no se trata de eliminar por completo la inclinación de los
hombres a agredir; puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar
su expresión en la guerra.
Desde nuestra doctrina mitológica de las pulsiones hallamos
fácilmente una fórmula sobre las vías indirectas para combatir la guerra. Si la
aquiescencia a la guerra es un desborde de la pulsíón de destrucción, lo
natural será apelar a su contraría, el Eros. Todo cuanto establezca ligazones
de sentimiento entre los hombres no podrá menos que ejercer un efecto contrario
a la guerra. Tales ligazones pueden ser de dos clases. En primer lugar,
vínculos como los que se tienen con un objeto de amor, aunque sin metas
sexuales. El psicoanálisis no tiene motivo para avergonzarse por hablar aquí de
amor, pues la religión dice lo propio: «Ama a tu prójimo como a ti mismo».
Ahora bien, es fácil demandarlo, pero difícil cumplirlo (ver nota). La otra
clase de ligazón de sentimiento es la que se produce por identificación. Todo
lo que establezca sustantivas relaciones de comunidad entre los hombres
provocará esos sentimientos comunes, esas identificaciones. Sobre ellas
descansa en buena parte el edificio de la sociedad humana.
Una queja de usted sobre el abuso de la autoridad me indica
un segundo rumbo para la lucha indirecta contra la inclinación bélica. Es parte
de la desigualdad innata y no eliminable entre los seres humanos que se separen
en conductores y súbditos. Estos últimos constituyen la inmensa mayoría,
necesitan de una autoridad que tome por ellos unas decisiones que las más de
las veces acatarán incondicionalmente. En este punto habría que intervenir;
debería ponerse mayor cuidado que hasta ahora en la educación de un estamento
superior de hombres de pensamiento autónomo, que no puedan ser amedrentados y
luchen por la verdad, sobre quienes recaería la conducción de las masas
heterónomas. No hace falta demostrar que los abusos de los poderes del Estado
{Staatsgewalt} y la prohibición de pensar decretada por la Iglesia no favorecen
una generación así. Lo ideal sería, desde luego, una comunidad de hombres que
hubieran sometido su vida pulsional a la dictadura de la razón. Ninguna otra
cosa sería capaz de producir una unión más perfecta y resistente entre los
hombres, aun renunciando a las ligazones de sentimiento entre ellos (ver nota).
Pero con muchísima probabilidad es una esperanza utópica. Las otras vías de
estorbo indirecto de la guerra son por cierto más transitables, pero no
prometen un éxito rápido. No se piensa de buena gana en molinos de tan lenta
molienda que uno podría morirse de hambre antes de recibir la harina.
Como usted ve, no se obtiene gran cosa pidiendo consejo sobre
tareas prácticas urgentes al teórico alejado de la vida social. Lo mejor es
empeñarse en cada caso por enfrentar el peligro con los medios que se tienen a
mano. Sin embargo, me gustaría tratar todavía un problema que usted no planteó
en su carta y que me interesa particularmente: ¿Por qué nos sublevamos tanto
contra la guerra, usted y yo y tantos otros? ¿Por qué no la admitimos como una
de las tantas penosas calamidades de la vida? Es que ella parece acorde a la
naturaleza, bien fundada biológicamente y apenas evitable en la práctica. Que
no le indigne a usted mi planteo. A los fines de una indagación como esta,
acaso sea lícito ponerse la máscara de una superioridad que uno no posee
realmente. La respuesta sería: porque todo hombre tiene derecho a su propia
vida, porque la guerra aniquila promisorias vidas humanas, pone al individuo en
situaciones indignas, lo compele a matar a otros, cosa que él no quiere,
destruye preciosos valores materiales, productos del trabajo humano, y tantas
cosas más. También, que la guerra en su forma actual ya no da oportunidad
ninguna para cumplir el viejo ideal heroico, y que debido al perfeccionamiento
de los medios de destrucción una guerra futura significaría el exterminio de
uno de los contendientes o de ambos. Todo eso es cierto y parece tan
indiscutible que sólo cabe asombrarse de que las guerras no se hayan
desestimado ya por un convenio universal entre los hombres. Sin embargo, se
puede poner en entredicho algunos de estos puntos. Es discutible que la
comunidad no deba tener también un derecho sobre la vida del individuo; no es
posible condenar todas las clases de guerra por igual; mientras existan reinos
y naciones dispuestos a la aniquilación despiadada de otros, estos tienen que
estar armados para la guerra. Pero pasemos con rapidez sobre todo eso, no es la
discusión a que usted me ha invitado. Apunto a algo diferente; creo que la
principal razón por la cual nos sublevamos contra la guerra es que no podemos
hacer otra cosa. Somos pacifistas porque nos vemos precisados a serlo por
razones orgánicas. Después nos resultará fácil justificar nuestra actitud
mediante argumentos.
Esto no se comprende, claro está, sin explicación. Opino lo
siguiente: Desde épocas inmemoriales se desenvuelve en la humanidad el proceso
del desarrollo de la cultura. (Sé que otros prefieren llamarla «civilización».)
A este proceso debemos lo mejor que hemos llegado a ser y una buena parte de
aquello a raíz de lo cual penamos. Sus ocasiones y comienzos son oscuros, su
desenlace incierto, algunos de sus caracteres muy visibles. Acaso lleve a la
extinción de la especie humana, pues perjudica la función sexual en más de una
manera, y ya hoy las razas incultas y los estratos rezagados de la población se
multiplican con mayor intensidad que los de elevada cultura. Quizás este
proceso sea comparable con la domesticación de ciertas especies animales; es
indudable que conlleva alteraciones corporales; pero el desarrollo de la
cultura como un proceso orgánico de esa índole no ha pasado a ser todavía una
representación familiar (ver nota). Las alteraciones psíquicas sobrevenidas con
el proceso cultural son llamativas e indubitables. Consisten en un progresivo
desplazamiento de las metas pulsionales y en una limitación de las mociones
pulsionales. Sensaciones placenteras para nuestros ancestros se han vuelto para
nosotros indiferentes o aun insoportables; el cambio de nuestros reclamos
ideales éticos y estéticos reconoce fundamentos orgánicos. Entre los caracteres
psicológicos de la cultura, dos parecen los más importantes: el fortalecimiento
del intelecto, que empieza a gobernar a la vida pulsional, y la interiorización
de la inclinación a agredir, con todas sus consecuencias ventajosas y
peligrosas. Ahora bien, la guerra contradice de la manera más flagrante las actitudes
psíquicas que nos impone el proceso cultural, y por eso nos vemos precisados a
sublevarnos contra ella, lisa y llanamente no la soportamos más. La nuestra no
es una mera repulsa intelectual y afectiva: es en nosotros, los pacifistas, una
intolerancia constitucional, una idiosincrasia extrema, por así decir. Y hasta
parece que los desmedros estéticos de la guerra no cuentan mucho menos para
nuestra repulsa que sus crueldades.
¿Cuánto tiempo tendremos que esperar hasta que los otros
también se vuelvan pacifistas? No es posible decirlo, pero acaso no sea una
esperanza utópica que el influjo de esos dos factores, el de la actitud
cultural y el de la justificada angustia ante los efectos de una guerra futura,
haya de poner fin a las guerras en una época no lejana. Por qué caminos o
rodeos, eso no podemos corregirlo. Entretanto tenemos derecho a decirnos: todo
lo que promueva el desarrollo de la cultura trabaja también contra la guerra.
Saludo a usted cordialmente, y le pido me disculpe si mi exposición
lo ha desilusionado.
Sigmund Freud
¿Por que la guerra?- Sigmund Freud
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