Podía describir claramente
el lugar, el desorden solo es la ausencia de orden; como el odio, la ausencia
de amor, dudo. Estaba ahí, sentado sobre un piso frio y con pies descalzos, al
parecer no le importaba, cabeza gacha, su mano izquierda cogía el cuello de la
guitarra y su fiel aliada, caída, entumecida, inmóvil, muerta al parecer. Lentamente
alzo la cabeza, parpadeo, y con sus pupilas dilatadas observo el escalofriante
lugar, algo sombrío para ser él; girando lentamente su vil cráneo de derecha a
izquierda procesaba color, textura, luz, y su despechada sombra perdida, un
reflejo claro de su decaída alma. Después, miró su caída mano derecha, movió un
dedo, era una armonía, un despertar coordinado. Rasgo las ásperas cuerdas de su
preciada guitarra, un sonido delicado comenzaba a dar vida a un orden ausente y
a un amor perdido; y sus rojos labios expulsaban tiernas palabras, Yo, caminaré
entre
las piedras
hasta
sentir el temblor, en mis piernas
a veces
tengo temor, lo sé
a veces
vergüenza…
El temblor pasó, pero el
silencio queda, esa ausencia de sonido, de melodía o una simple voz; un vacio
que refleja la soledad y la detección del mismo tiempo. Tenía la mirada de hace
un rato, perdida y desolada, bajó la cabeza. Y el desorden dio muerte a su
opuesto, su ausencia era innecesaria, dejo su guitarra y con ella una simple
hoja tan fina y frágil como su melodía, se paro lentamente, se fue y su
ausencia trajo la soledad de una frase casi muerta que yacía en una fina,
simple y frágil hoja, “El silencio, no es tiempo perdido”
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